miércoles, febrero 21, 2007

Los Ángeles

Estimados lectores (dos): El otro día me tocó ver en un microbús uno de los espectáculos que estoy seguro únicamente se pueden ver en México DF o en alguna de esas ciudades populosas de Latinoamérica. La verdad es que no conozco ninguna capital latinoamericana pero me imagino que a ratos deben ser un poco como el insondable y contrastante DF.

Este encuentro tuvo tintes religiosos, místicos, mágicos. Fue una experiencia breve pero intensa.
El domingo pasado un numeroso grupo de peregrinos salió desde las inmediaciones de la Ciudad Universitaria para devorar la distancia que existe entre ese punto lejano y remoto del sur de la Ciudad de México y la ignota Basílica de Guadalupe.

Esta ingente columna de personas, que la casualidad quiso que fuera del mismo tamaño que la comunidad que devotamente lee este blog, comenzó su periplo muy temprano, alrededor de las 7 de la mañana y cinco horas después se encontraba en la presencia de la Virgen de Guadalupe.

En honor a la verdad, tengo que decir que yo no cubrí toda esta ruta, pero sí la mayor parte. Esto lo aclaro para desmentir a ese grupúsculo que se ha dedicado a difamarme y que pretende quitar méritos a mi peregrinar desde la estación Sonora del Metrobús hasta el templo religioso.

En fin, como les decía, la peregrinación terminó alrededor de las 13:00 horas. Después de escuchar misa, el grupo decidió que era pertinente reagruparse, recuperar fuerzas y comer algo, por lo que se traslado a reputado restaurante del Centro Histórico donde fue agasajado con una merecidísima comida que incluyó huevos, enchiladas, café, pan y una deliciosa agua de horchata.

El resto de la tarde de ese domingo transcurrió en la casa de Dulce entre flores y dos perros que tienen una relación algo más que tormentosa.

Ya cerca de las ocho de la noche decidí que era prudente irme a mi casa y darme un buen baño, por lo que me despedí y tomé el microbús que va para San Ángel.

No necesito contar sobre las extravagancias de los microbuses del DF. Se necesitarían varias entradas de este blog para analizar en profundidad los templos al mal gusto que pueden ser esos vehículos; la imaginación y la creatividad desbordada que ponen los microbuseros para “decorar” sus “unidades” es materia de un tratado sobre ese aspecto particular de la Ciudad, por lo que no abundaré sobre ese tema.

Sobre el microbús en cuestión diré que llevaba una música tropical a un volumen muy alto. Que tenía algunas calcomanías de marcas de coches y que además tenía una lámpara de luz negra sobre la cabeza del conductor y que su espectro alcanzaba a los que estaban sentados en las primeras filas.
Todo esto no hubiera sido nada del otro mundo si no hubiera sido por algo que me pareció resumía todo lo que habíamos pasado en el día durante nuestro peregrinar.

Sentados en el microbús, en la primera fila del lado izquierdo había dos ángeles que resplandecían. La luz no se podía evitar y todos los que ocupaban el vehículo no podían sino mirar hacia aquel punto.

Los ángeles estaban muy quietecitos, con las manos sobre el regazo, mirando para el frente y sin pensar en el espectáculo que involuntariamente protagonizaban. Sentados como todos los otros, padeciendo el estruendo de la música y esperando únicamente llegar a su destino (¿en San Ángel?) o que el destino les llegara.

Me baje del microbús unas cuadras después y los ángeles siguieron ahí. Sin moverse, casi sin respirar, como si levitaran sobre los sillones y sin pensar en lo que representaban, como si fueran entes ordinarios y comunes, igual que los otros.

Los ángeles eran dos monjas que usaban sus hábitos y que las cubrían de pies a cabeza. La tela era inmaculadamente blanca y el efecto de la luz negra las hacía brillar con una intensidad sin par. Únicamente sus manos y sus caras no estaban cubiertas por aquel vestido que bajo esa luz se podía asegurar sin equivocarse que era la ropa que debían usar los ángeles.

Una de las religiosas era mayor, casi una anciana. La otra me pareció muy joven y con la mirada triste, aunque seguramente no lo estaba. Con los reflejos de la luz apenas pude adivinar sus facciones. La vieja tenía la cara arrugada y viajaba del lado de la ventanilla, miraba para afuera sin detenerse en nada en particular. La joven era morena y parecía que le daba pena que la luz hubiera transformado su hábito.

Me dio mucha ternura verlas así.

Cuando bajé del microbús pensé en la conjunción de todos los aspectos involucrados. La luz negra, las monjas, los hábitos, la música, el exótico vehículo. Pensé que únicamente en una Ciudad como ésta algo tan ordinario se puede volver extraordinario. Pensé en la relación de Dios con los hombres y en lo complicada que es. Pensé también que la belleza está en todos lados y que aquel era el mejor final para un día que había empezado muy temprano con una peregrinación.

martes, febrero 06, 2007

Me gustan los abrazos

Los restos de dos personas fueron hallados en Italia entrelazados en un abrazo milenario; se cree que pertenecieron al Neolítico.
¿No es esta una de las cosas más hermosas que han visto en su vida?